martes, 23 de noviembre de 2010

Metro

Otra mañana más me dirijo al metro.
En la fría, húmeda y solitaria calle se respira el ambiente previo a otro ajetreado día. El fresco otoñal deja paso al calor sofocante del metro.
En su interior, espero el tiempo habitual y una vez dentro me siento a leer como cada mañana. A mi alrededor la gente se duerme, respira fuertemente, pasa las hojas de sus libros y periodicos o miran a un punto fijo pensando en lo que tiene que hacer.
De repente y tras estar un buen rato sumergido en un fantástico mundo, llego a mi estación de destino. Levanto la cabeza, guardo el libro y me encuentro las miradas de las personas por allí. Algunos me miran con miedo, otros con desprecio y otros con extraña indiferencia.
Ni que yo fuera un asesino en serie. Simplemente por mi cara de cabreo, mi barba de tres días, mis ojeras y mis afilados colmillos no creo que sea digno de desprecio.
Salgo del vagón y allí comienza la odisea del "maravilloso" caos del centro de Madrid en hora punta.
Me intento abrir paso entre los pequeños resquicios de espacio que deja la gente, todos ellos muy ajetreados, moviéndose muy nerviosos y apresurados. Mi habitual paso matutino ágil es detenido por alguien, como siempre una persona no se ha percatado de mi presencia y casi se me lleva por delante o me hace tropezar. Llego a mi siguiente destino. Respiro y subo las últimas escaleras de la mañana, voy a cruzar el torno y de nuevo alguien se me cruza. Me cabreo, acelero el paso como si de una carrera se tratase, le paso y me coloco delante suya ralentizando mi paso...y el suyo.Quizás así ahora si se da cuenta de que hay que respetar a las personas por mucha prisa que se tenga.
Por fín y tras casi ser arrollado por los últimos viajeros que me voy a encontrar llego a mi destino.
Allí en la estación del tren me espera la única visión buena de la mañana, una hermosa y somnolienta chica a la que dar un fuerte y cálido abrazo para despertarla.
Y así sí comienza otra mañana más.

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