viernes, 17 de septiembre de 2010

Fiesta

Todos entran y salen de aquel recinto, todos se divierten y tan solo se acercan para saludar un segundo o porque necesitan un poco de paz, un minuto de clama antes de volver al ajetreo, antes de entrar a esa sala, ese lugar de fiestas donde me niego a entrar. Les veo felices entre ellos, todos juntos y yo allí no tengo un hueco.
Gente del pasado, gente del presente, todos se ríen, contentos, bailan, cantan y se divierten.

Intento mantener una conversación con los que salen a respirar, pero apenas quieren tener una conversación de más de medio minuto. Tan solo los parias sociales quieren hablar un rato porque llevan un tiempo sin verme, pero también se alejan.

Y comienza a llover, pero a mí no me importa.

Me siento solo, en la tierra mojada, rodeando las piernas con mis brazos, mientras hundo la cabeza en mí regazo y la lluvia me va empapando poco a poco a la vez que mis ojos comienzan a nublarse y me vuelvo a cejar.

Les veo desde fuera divertirse, no me necesitan para ser felices, no pasaría nada si desapareciese y no me volvieran a ver. No me echarían de menos. No soy parte de sus vidas como lo son las otras personas ni nunca me dejarán serlo, nunca dejaré huella a nadie. Pasaré por sus vidas como una mera anécdota de la que acordarse alguna vez como ya ha ocurrido con algunas personas que se mueven al son de la música dentro de la sala.

Paso toda la noche solo, empapado por la lluvia, y al amanecer vuelvo acompañado a casa por algunos de ellos pero solo porque deben tomar la misma dirección que yo.

Sin embargo, a medio camino me dejan solo de nuevo y se marchan corriendo sin darme una explicación, sin despedirse. Y de repente la oscuridad se hace total.
Me despierto enfadado, triste, cansado y dolorido. No hay nadie que me consuele ni que me escuche. Ya es de día pero un mal presentimiento me abruma. Ni siquiera la brisa matutina parece estar de mi lado.

Odio los miércoles.

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